sábado, 10 de octubre de 2009

LOS DINOSAURIOS DE MONTERROSO
Mil y una lecturas de un minicuento






Aunque no me inclino a la elaboración de textos literarios críticos, de vez en cuando me gusta, como lector, intentar algún juego de ficción a partir de una obra conocida.
Recuerdo haber imaginado –sólo imaginado-, entre otros, una versión de Moby Dick, desde el particular punto de vista de la ballena; un evangelio de Judas, en La Biblia que, asombrosamente, después ha aparecido en la realidad; el relato de las aventuras del caballero Sancho Panza, quien narra su vida, después de sus andanzas con Don Quijote; también una novela en la que Penélope abandona su interminable tejido y sale en busca de Odiseo, por diversas islas del Mediterráneo.
Otro de los textos que me han llamado la atención para realizar un juego de este tipo, ha sido el minicuento “El Dinosaurio”, de Augusto Monterroso, el cual, como se recordará, sólo consta de siete palabras:

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.
Este minicuento -por cierto el más difundido del mundo y, como señala Violeta Rojo en su Breve manual para reconocer minicuentos, el “iniciador del boom de este tipo de cuentos”(1)-, se presta perfectamente para la realización de ejercicios de imaginación, algunos de los cuales han alcanzado estatura literaria y han aparecido en libros y antologías mexicanos(2).
Cabe aquí la pregunta, ¿qué hace que el texto de Monterroso se preste para la realización de estos ejercicios de imaginación?
La respuesta la encontramos en el ya mencionado libro de Violeta Rojo. Ocurre que, como señala esta autora y otros críticos dedicados al estudio del minicuento -como Boris Tomachevski y Juan Armando Epple-, “El dinosaurio” “carece de fábula”(3).
¿En qué consiste este “carecer de fábula”?
Refiriéndose precisamente a “El dinosaurio”, Rojo señala: “No sólo es demasiado breve sino que aparentemente no está ‘contando’ ninguna historia, sino solamente registrando un hecho, una situación”.
Monterroso estaba consciente de esto pues, al parecer, sus lectores se lo señalaban con frecuencia.
En una entrevista que le hiciera el escritor Rafael Humberto Moreno-Durán en 1982, Monterroso indicó que siempre se le pedía explicar lo que quiso decir en dos de sus textos: “El dinosaurio” y “El salto cualitativo”.
A continuación agregó: “…me he propuesto no hacerlo. De esta manera, los estudiantes pueden soltar su imaginación cuando se los dejan de tarea, y sus profesores decirles: ‘Está bien’”(4).
Esta “ausencia de fábula” me ha llevado a preguntarme qué elementos del texto son los que están ausentes de él y descubrir que, básicamente, son dos los que se echan de menos:
1 ¿Quién despierta y ve que el dinosaurio aún persiste en su campo visual?
2 ¿En qué circunstancia se produce este segundo encuentro?
El ejercicio o juego de ficción que realizaremos procurará ofrecer algunas respuestas que, observo, son muy personales y, en modo alguno, tienen que ver con lo pensado por Monterroso al momento de concebir su texto.
La tarea ficcional que acometeré a continuación la he divido en dos partes: la primera, ateniéndome al conocimiento científico de nuestros días. La segunda, abandonándome en brazos de la ficción.

Entre dinosaurios

La primera idea que nos viene a la mente es que quien despierta en el cuento es un ser humano, un hombre de nuestro tiempo. Sin embargo, al pensarlo mejor, nuestra imaginación nos ubica no frente a un hombre actual, sino ante un primitivo neandertal, un australopiteco o cualquiera de las varias especies de homínidos que antecedieron al homo sapiens.
Científicamente, esta imagen es errónea dado que, entre el último dinosaurio y el primer homínido antecesor nuestro hubo un lapso inimaginable de casi 65 millones de años.
Para hacernos una idea del tamaño que tienen 65 millones de años, recordemos que en un siglo se suceden cuatro generaciones humanas –una cada 25 años-. Pues bien, en 65 millones de años tienen cabida nada menos que 2.600.000 generaciones.
Cierto es que la literatura de ficción del tipo El mundo perdido de Arthur Conan Doyle, nos ha hecho pensar, anticientíficamente, que los humanos y los dinosaurios pueden ser contemporáneos pero, en la realidad, tal circunstancia no es ni ha sido posible.
Así las cosas, se mantiene en pie la pregunta: ¿quién despertó en el cuento de Monterroso?
Son muchas las hipótesis que se nos ocurren: la más obvia es pensar que fue otro dinosaurio, en cuyo caso tendríamos tres posibilidades.
En la primera, el dinosaurio que despierta es un saurópodo, esto es un gigantesco herbívoro como el diplodocus o el apatosaurus, animales de más de 25 metros de longitud y diez de alto, que contaban con larguísimos cuellos que les permitían alcanzar las ramas más altas de los árboles de su tiempo.
A la llegada de la noche y tras un combate con un terópodo –esto es, un dinosaurio carnívoro como el albertosaurio o el tiranosaurio-, el saurópodo se ocultó en una caverna, para descansar y esperar que restañaran sus heridas. Después de un sueño inquieto, el saurópodo abre los ojos y descubre que está próximo a ingresar a una pesadilla peor que las que acaba de superar, pues el cazador aún lo aguarda, hambriento.
Una segunda posibilidad es que quien despierte sea el depredador que, cansado de seguir al integrante más débil de una manada de colosales herbívoros, se durmió y, al despertar, lo tiene aún cerca pero inalcanzable, pues lo resguardan los fuertes del grupo.
Una tercera idea me llevó a imaginar que quien despierta es una dinosauria y que, luego de un sueño obligado por la oscuridad, abre los ojos, y la primera imagen que percibe es la de su insistente cortejador.
Aparte de pensar en que quien despierta puede ser otro dinosaurio, también podría ser que se tratase de un individuo de otra especie de reptiles.
Alguien podría plantearse, por qué el que despierta debe ser un reptil y no un mamífero y la respuesta es la siguiente: en los tiempos en que existían los dinosaurios, los mamíferos de mayor tamaño no eran más grandes que un perro chihuahua y sólo los dinosaurios muy pequeños se interesaban en ellos como presas.
Claro está que esta posibilidad tampoco debe desestimarse, pues hubo dinosaurios pequeños como el compsognathus, que apenas medía 80 centímetros, una altura equivalente a la de un gallo. En este caso, los protagonistas del texto de Monterroso tendrían estaturas acordes con su extensión.
Pero nos gusta más la idea de que quien despierta sea un reptil de otra de las múltiples especies que existían y no eran dinosaurios, entre ellas nuestros conocidos caimanes y cocodrilos, sobrevivientes aún de tan lejanas épocas.
Un joven cocodrilo que vive en un caño del supercontinente llamado Pangea, alarmado ante el enorme y nunca visto volumen de un apatosaurio –nombre científico del muy conocido brontosaurio-, se inquieta. Pero, pasada la primera impresión, se duerme ante la ausencia de hostilidad. Más tarde, cuando despierta, el apatosaurio aún está en el mismo lugar, abrevando o comiendo las hojas de un árbol cercano.
Hasta aquí las ideas amparadas por el conocimiento científico de nuestro tiempo y, dado que el texto de Monterroso es de índole ficcional, asumimos otras hipótesis de similar carácter.

Más dinosaurios

La primera de ellas está influida por la ciencia-ficción. Después de todo, si nos ceñimos a la ficción, no puede descartarse que quien despierte sea un ser humano. Éste, aún a bordo o en las inmediaciones de una máquina del tiempo y tras pasar su primera noche anacrónica, contempla con asombro a un descomunal herbívoro de 28 metros de largo y doce de alto.
En otra situación, tras escapar de un carcharodontosaurus –un depredador dos veces más alto que un tiranosaurio-, el mismo viajero temporal se oculta en su vehículo. Allí concilia un sueño y, al despertar, descubre que su pretendido verdugo lo acecha, paciente.
Y, como no pretendo convertirme en discriminador a estas alturas de mi vida, también puedo imaginar que quien ha viajado, voluntaria o involuntariamente a la era de los lagartos terribles, es una científica que acaba de inventar la forma de viajar en el tiempo.

Tanto él como ella se encuentran en ese tiempo remoto del que no saben cómo regresar, debido a un accidente o a mera impericia.
Una vez agotadas por mi parte las opciones protagonizadas por verdaderos dinosaurios, he pensado en otras.
Un joven recién ingresado a un trabajo considera que su jefe es un retrógrado. Después del almuerzo de su primer día en la oficina, el desacostumbrado despertar temprano, más el silencio promovido por el aire acondicionado y la sensación placentera de haber comido le inducen a soñar que su jefe es un dinosaurio terópodo. De hecho, oye hablar al colosal saurio y, repentinamente, comprende que la voz llega de la realidad, que no es parte del sueño. Al abrir los ojos, tiene ante sí, al dinosaurio.
En el afiche de promoción de la película Lost in Tokio, de Sophia Coppola, aparece un pequeño dinosaurio que me proporcionó otra idea: un hombre despierta en un hotel y, frente a él, titila un enorme aviso de neón que muestra al dinosaurio que había observado antes de ingresar al sueño. O se ha dormido, cansado, mientras cerca de su ventana un dinosaurio inflado con helio flota como una pesadilla de hule. Al despertar, el antiestético globo aún ocupa su área de visión.
Otra hipótesis supone que un hombre –o una mujer-, ve derrumbarse su casa por efecto de un huracán o un tornado y, al recobrar el conocimiento, descubre que un bar o un restaurante llamado El Dinosaurio es lo único que se mantiene en pie en el vecindario.
También puede tratarse de un joven a quien han raptado y, para hacerlo, lo han sedado. La última imagen que recuerda es la de su captor, un delincuente apodado El Dinosaurio. Al volver en sí, el hombre está frente a él, como un sueño recurrente.
Al leer la novela Los nombres del aire, del escritor mexicano Alberto Ruy Sánchez, me topé con una imagen que me sugirió otra idea relacionada con dinosaurios.
Había pensado que un dinosaurio bebé que hubiera observado por primera vez su reflejo en un estanque, tras un sueño rápido, se asombraba al descubrir que un ser semejante a él habitaba bajo las aguas. Pero en el libro de Sánchez aparece esta hermosa descripción: “Una de las habitaciones tenía un espejo de agua que era especialmente admirado, porque no estaba en el suelo sino en una pared, en la que arquitectos aprendices de mago habían logrado que una inmensa cortina de agua cayera del techo al piso tan lentamente, casi deteniéndose, que era posible ver el propio reflejo con más nitidez que sobre un estanque”(5).
Simplemente, un dinosaurio que se durmió contemplando su reflejo en ese espejo vertical despierta y advierte que el reflejo de él mismo sigue allí.
Otra hipótesis la sugieren los lugares de comida rápida que venden muñecos y juguetes con los alimentos: en uno venden dinosaurios a escala. Un niño se duerme viendo a su reciente adquisición y, al despertar, ve con satisfacción que su preciada propiedad aún permanece a su lado.
Como las anteriores ideas, podríamos proponer decenas y hasta cientos de otras opciones, pero nos haríamos más pesados que hasta ahora. Por eso concluiremos con estas dos últimas.
Una persona se duerme viendo un documental sobre dinosaurios, en los que mediante notables técnicas de animación se reproducen imágenes virtuales de estos seres. La última imagen en la conciencia del durmiente es un dinosaurio en particular, pongamos un estegosaurio. Al despertar, minutos después, el estegosaurio sigue en escena.
Alguien sueña que está soñando ver un dinosaurio. Al despertar del segundo plano onírico, descubre que el dinosaurio no ha desaparecido y que ahora se encuentra en el primer sueño.
El propósito de este ejercicio de imaginación ha sido doble: por un lado, rendir homenaje a un texto básico de la literatura latinoamericana y a su autor y, por otro, mostrar que la obra literaria, en las manos –o, mejor dicho, en la mente del lector-, no sólo se completa, sino que también puede y debe complementarse.

NOTAS:

1 Violeta Rojo. Breve manual para reconocer minicuentos. Fundarte y Editorial Equinoccio. Caracas, 1996, pág. 15.
2 Sólo tres ejemplos: Edmundo Valadés. El libro de la imaginación, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, 2001, pág. 12; Lauro Zavala (compilador). Relatos vertiginosos, Alfaguara, Ciudad de México, 2000, págs. 153-156; y Lauro Zavala (compilador). Minificción mexicana, Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad de México, 2003, págs. 271-271.
3 Boris Tomachevski y Juan Armando Epple citados por Violeta Rojo, ob. cit., págs. 35-37.
4 Rafael Humberto Moreno-Durán. “La insondable tontería humana” (Entrevista a Augusto Monterroso). En: Augusto Monterroso. Viaje al centro de la fábula. Alfaguara, Ciudad de México, 2000. Págs. 143-158.
5 Alberto Ruy Sánchez. Los nombres del aire, Alfaguara, Ciudad de México, 2002, pág. 54.

2 comentarios:

  1. ¡Hola, Armando!
    Qué interesante poder ver cuántas alternativas dispara "El dinosaurio".
    A mí se me ocurre que el "despertar" no necesariamente debe ser de un sueño; bien podría ser de un desmayo. Un hombre ve algo que le provoca un desmayo, y al despertar (del desmayo) piensa que ha soñado un terrible dinosaurio; pero enseguida descubre con horror que no lo ha soñado, que el dinosaurio aún está allí. El viajante en el tiempo (o, mejor dicho, el elemento que no encaja en el paisaje) no es el hombre sino el dinosaurio. Al fin y al cabo, a la ficción no le hacen falta máquinas del tiempo para insertar a un dinosaurio en nuestra realidad: precisamente de esas inexplicables inserciones se nutre el género fantástico. Convengamos que viajar en el tiempo y encontrarse con un dinosaurio (algo en cierta medida esperable) tiene menos golpe de efecto que la rotunda (terrible) irrupción de un dinosaurio en nuestra vida cotidiana.
    Bueno, es sólo otra de las mil y una lecturas. :)
    Excelente labor la que realizas en tu blog y en el terreno de las letras.
    Felicidades y que continúen tus éxitos.
    ¡Saludos!
    LIBRICULTURA

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